¿Cuántas veces la gente de mi generación ha visto
al Madrid ganar sin merecerlo ni por el forro? Son tantas, que da pereza y
grima el mero hecho de pensarlo. La ecuación merengue siempre ha tenido la
misma receta: un refrito de potra y arbitrajes a la carta, aderezado con
jugadores caros, de los que solamente unos poquitos han sido fuera de serie de
verdad. De hecho, la prensa ad hoc se inventó lo de
"la pegada" para justificar docenas de bodrios de partidos, resueltos
con tropecientas paradas del Buyo, Casillas o Keylor de rigor, ayuditas
groseras del pitoflauta de turno, y el golito fuera del guion del partido del
Hugo Sánchez, Zamorano, o los "Ronaldos", tanto el bueno como el de
las bicicletas pinchadas.
A mí me sabe mal porque el deporte, como todo en
la vida, debería primar mucho más el mérito que el oportunismo, y relegar las
trampas al baúl de las vergüenzas. Los que creyeron la cantinela de que el
franquismo sostenía al Real, deberían reflexionar ante un hecho irrefutable:
jamás como en estas últimas décadas se ha observado con tanto descaro como
ahora el PODER ABSOLUTO de una organización como la que preside Florentino
Pérez. Es más, tiemblo de pensar qué hubiera sido de los aficionados no
madridistas de no haber tenido a Messi en esta última década. Porque solamente
un tipo fuera de este mundo como Leo ha conseguido destrozar un entramado tan
enorme, montado para ganar como sea, a costa de quien sea, y con los medios
maquillando cualquier ignominia.